HISTORIA GENERAL DE LA CIENCIA EN CUBA (*)

 

Este resumen presenta una vista general sobre esta importante temática con el objetivo de inspirar su estudio y nuevas investigaciones. Se presenta dividido en una serie de etapas vinculadas al decursar histórico-social de la sociedad cubana.

 

SIGLOS XVI Y XVII.  PERÍODO COLONIAL TEMPRANO

Aunque fue "descubierta" por Cristóbal Colón el 27 de octubre de 1492, el Gran Navegante siempre pensó que Cuba era territorio continental ("tierra firme", como se decía entonces), y sólo en 1509 se realizó un bojeo que demostró el carácter insular del territorio cubano.

Los españoles que iniciaron la conquista y colonización de Cuba en 1511 difícilmente hubieran podido sobrevivir sin asimilar algunas de las técnicas que formaban parte de la más compleja de las culturas que existían ya en el país, la de los indios taínos. Los elementos fundamentales de esa cultura (el idioma, las creencias y la organización social) desaparecieron junto con los indios mismos, pero algunos saberes técnicos de los taínos sobrevivieron hasta nuestros días. Entre ellos está el cultivo y procesamiento de la yuca (Manihot esculenta), la planta fundamental en la dieta de los aborígenes. Los colonos españoles aprendieron de los indios cómo hacer el casabe (grandes tortas de harina de yuca, que sustituían al pan de trigo), el cual todavía se produce en algunos sitios del país. También aprendieron a cultivar y fumar tabaco, a hacer canoas de un solo tronco, a pescar de diferentes maneras, y a fabricar viviendas con el tronco y las hojas de las palmas, los bohíos, que con varias modificaciones introducidas a lo largo de siglos, persisten entre los campesinos en algunos lugares de la isla.

Las técnicas de cultivo de la yuca y el tabaco, utilizadas por los aborígenes cubanos, se mantuvieron sin modificación alguna, hasta mediados del siglo XVIII. Hubo varios intentos de exportar tabaco con algún grado de procesamiento (por ejemplo, el tabaco en polvo llamado rapé, que llegó a tener una gran demanda en Europa), pero –hasta principios del siglo XIX– la metrópoli prefirió centrar la elaboración del tabaco en Sevilla, y exportarlo desde España. Sólo se autorizó el procesamiento de la hoja en Cuba con fines de consumo doméstico.

Durante los siglos XVI y XVII se desarrolló en Cuba (sobre todo en La Habana, donde residieron los gobernadores desde 1553) la construcción militar. Como norma, el puerto habanero era el último que tocaban las naves hispanas antes de cruzar el Atlántico, como parte de las célebres “flotas” o incluso después que ellas dejaron de organizarse como tales. El Castillo de la Real Fuerza (cuya construcción terminó en 1577), el de San Salvador de La Punta (concluido en 1600) y el de los Tres Reyes del Morro (1630)  protegían el puerto habanero. Los dos últimos fueron construidos por el ingeniero italiano Bautista Antonelli. La necesidad de artillar estas fortalezas indujo el efímero desarrollo de la metalurgia del cobre en Cuba, gracias a la explotación de las ricas minas situadas cerca de Santiago de Cuba (en el oriente del país) y a la creación de una fábrica de cañones en La Habana. Pero en 1607 dejó de procesarse el cobre en Cuba y pocos años más tarde las minas dejaron de explotarse (prácticamente hasta el siglo XIX). Los cañones pasaron a fabricarse únicamente en España.

La necesidad de abastecer el puerto con agua benefició a la población habanera, ya que hubo que construir un canal descubierto, de varios kilómetros de largo, desde el río Almendares hasta el lugar conocido como la “plazuela de la ciénaga” (hoy Plaza de la Catedral). Esta Zanja Real, concluida en 1592, fue el único acueducto con que contó La Habana hasta 1835. Buena parte de la población se abastecía del agua de aljibes y pozos.

La fabricación de barcos, asociada también con la necesidad de proteger la navegación y de reparar las embarcaciones de las “flotas”, se inició en La Habana a mediados del siglo XVI y ya en el XVII alcanzó alguna importancia. También se construyeron barcos, durante estos siglos, en las bahías de Matanzas y Cabañas, así como en Bayamo (la segunda población en importancia de la isla en esos momentos), que entonces tenía comunicación con el mar Caribe por el río Cauto (en 1616 se formó un gran banco de arena que aisló a Bayamo del mar).

El auge del puerto de La Habana como nudo de transporte marítimo parece haber estimulado al médico sevillano Lázaro de Flores a redactar el primer libro científico escrito en Cuba, Arte de Navegar, publicado en Madrid en 1673 (en Cuba no había aún imprenta). Es probable que Flores no haya llegado a ver su libro impreso, ya que falleció en La Habana en febrero de ese mismo año. El  libro está concebido como un auxilio para los navegantes; contiene tablas y explicaciones de diversa índole (no todas, por cierto, relacionadas directamente con la navegación). El autor menciona a Nicolás Copérnico, no por su teoría heliocéntrica (prohibida por la Iglesia desde 1616), sino respecto a otros cálculos realizados por el gran astrónomo polaco.

Entre las novedades introducidas por los colonos españoles en el siglo XVI, que fueron muchas (ganado, cultivos, fortalezas, fabricación de barcos, etc.) estuvo el comienzo del cultivo de la caña de azúcar. La planta fue traída por Cristóbal Colón a La Española en su segundo viaje (1493) y comenzó a cultivarse en Cuba en las primeras décadas del siglo XVI, posiblemente por familias provenientes de La Española. En dicha isla existían ingenios (movidos por agua) y trapiches (movidos por caballos o por esclavos) que producían azúcar; pero en Cuba, en el siglo XVI, por lo general sólo se llegaba hasta la obtención de melado. Ya en el siglo XVII, se crearon varias fábricas de azúcar en la zona de La Habana. Salvo por el uso de los molinos de tres mazas verticales, los procedimientos técnicos para la obtención de azúcar eran prácticamente los mismos  utilizados desde la introducción de esta industria en España, por los árabes, en el siglo IX.

 

SIGLO XVIII.  PERÍODO COLONIAL INTERMEDIO

El cultivo de la caña de azúcar siguió desarrollándose en el siglo XVIII. Todavía predominaba como cultivo comercial el del tabaco, pero comenzó entonces un lento desplazamiento de los vegueros (cultivadores de tabaco) por los hacendados azucareros. Esta es la época en que comienza lo que el polígrafo cubano Fernando Ortiz denominó “el contrapunteo del tabaco y el azúcar”. Aquél, cultivado en pequeñas propiedades familiares, contrastaba con las grandes plantaciones de caña, que sólo podían explotarse con trabajo esclavo y requerían inversiones mucho mayores. Al desplazamiento de los vegueros por los azucareros contribuyó notablemente el hecho de que, a principios del siglo XVIII, el gobierno español estableció un monopolio estatal sobre el tabaco, que pasó a comprarse a precios generalmente poco favorables para los propietarios de vegas (hubo varias rebeliones, violentamente reprimidas, contra este monopolio).

Junto al auge de la aristocracia habanera (llamada a veces la “sacarocracia”), se produjeron algunos cambios que sentarían las bases para un ulterior desarrollo cultural. Así, en 1711 se creó, de manera estable, el Real Tribunal del Protomedicato, que autorizaba, habilitaba o prohibía el ejercicio de las profesiones de médico, cirujano, boticario, y el de las comadronas. El protomédico y tres boticarios elaboraron una Tarifa de Precios de Medicina, que pasó a ser, en 1723, el primer impreso cubano. El impresor, y presumible introductor de la imprenta en Cuba, fue Carlos Habré, natural de Gante (en la actual Bélgica).

En 1724, después de varios intentos al respecto, se logró el establecimiento en La Habana (y poco después en Puerto Príncipe, hoy la  ciudad de Camagüey) de un colegio de la Compañía de Jesús (la orden religiosa generalmente conocida como “los jesuitas”). La enseñanza en este plantel era muy rigurosa y abarcaba también las ciencias. El Colegio San José pronto se convirtió en el preferido de las clases pudientes habaneras, incluso después del establecimiento, en 1728, de la Universidad de La Habana, que pertenecía a la Orden de los Predicadores (“los dominicos”). En la universidad comenzó a enseñarse medicina (aparte de leyes y teología), que antes había que estudiar en España o en la Nueva España (México). Después de 1767, cuando se produjo la expulsión de los jesuitas de España y sus dominios, el colegio jesuita se convirtió en el Real Seminario de San Carlos y San Ambrosio, que en las primeras décadas del siglo XIX tuvo singular importancia, mientras que la iglesia del colegio pasó a ser (y todavía es) catedral de La Habana.

La principal industria de la capital de la colonia era la construcción de barcos. En 1713 se estableció oficialmente un astillero estatal: el Real Arsenal de La Habana. Llegó a emplear, en determinados momentos, hasta 2000 trabajadores. Gracias a la presencia de grandes bosques con maderas idóneas para la fabricación de embarcaciones y a un adecuado financiamiento, este astillero pronto se convirtió en uno de los más importantes del mundo. Fabricaba fundamentalmente navíos de guerra para la armada española. En 1762, al ser tomada La Habana por un ejército inglés, los ocupantes destruyeron las principales instalaciones del astillero y se apoderaron de algunos barcos. Al restablecerse el dominio hispano en 1763, se restauró rápidamente el Real Arsenal, y ya en 1769 se construyó allí el mayor buque de guerra del mundo en aquella época, el Santísima Trinidad.

La gran fábrica de barcos establecida en La Habana tuvo que competir con los intereses azucareros, que aspiraban a apoderarse de los bosques reservados para la construcción naval. Los ingenios azucareros utilizaban la madera como combustible y para fabricar las cajas y los pequeños toneles (o bocoyes) donde se envasaba el azúcar para su transportación. La pugna entre el astillero y los hacendados fue ganada por estos últimos a principios del siglo XIX, en detrimento de los bosques del occidente del país, de los cuales pronto quedaron muy pocos (lo cual obligó al gradual traslado de muchos ingenios habaneros hacia la zona de Matanzas).

Durante los nueve meses de la ocupación inglesa de La Habana, los comerciantes británicos introdujeron miles de esclavos africanos en Cuba. El comercio de esclavos era uno de los principales rubros de “exportación” de Gran Bretaña, que durante el siglo XVIII se convirtió en la potencia negrera por excelencia. Ello le permitió desarrollar, en sus propias colonias, una explotación intensiva de la fuerza de trabajo esclava que, conjuntamente con algunas otras características organizativas, constituyó el modelo de la “economía de plantación”.

Desde 1791, cuando Cuba comienza a sustituir a Haití (sumido en una revolución de esclavos) como gran exportador de azúcar, hasta fines de la cuarta década del siglo XIX, Cuba se regirá por una economía de plantación, sin cambios técnicos apreciables en la producción. El principal teórico de esta política económica fue el destacado economista Francisco de Arango y Parreño (1765-1837), quien –sin embargo– siempre subrayó la necesidad del perfeccionamiento técnico de la industria azucarera.  

 

SIGLO XIX.  PERÍODO COLONIAL TARDÍO

En 1800 y 1804 estuvo brevemente en Cuba el gran explorador y eminente geógrafo y geólogo alemán Alejandro de Humboldt. Recopiló información sobre el país y recorrió algunas zonas del mismo, como resultado de lo cual publicó, en 1826, en francés, su Ensayo Político sobre la Isla de Cuba (al año siguiente se editó en español). Humboldt ofrece, por primera vez, una visión sintética, pero con cierto grado de detalle y ciertamente documentada, de la sociedad y la naturaleza cubanas. Esta obra influyó notablemente sobre la intelectualidad criolla de entonces y Humboldt llegó a ser considerado, por algunos, como “el segundo descubridor de Cuba”.

Por la misma época, en 1802, llegó a Cuba el segundo obispo de La Habana (la diócesis habanera se creó en 1789), Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa, más conocido, simplemente, como “el obispo Espada”. Aparte de las muy necesarias reformas que introdujo entre el clero, Espada fundó el primer cementerio habanero, impulsó las tareas de la Sociedad Económica, sobre todo en lo referente a la educación, y apoyó las reformas en la enseñanza en el Real Seminario de San Carlos y San Ambrosio que introdujeron varios de sus profesores, como José Agustín Caballero, Justo Vélez y –en especial– Félix Varela. También respaldó el obispo la labor del ya destacado médico Tomás Romay en la introducción (en 1804) de la vacuna contra la viruela en Cuba, y en las campañas de vacunación que Romay dirigió durante décadas. Romay tuvo que vencer la fuerte oposición de varios practicantes de la medicina que no confiaban en la vacunación. Espada, seguidor de la ilustración española y partidario de la constitución liberal, fue víctima de las ambiciones y envidias de otros prelados, que lo llevaron a ser acusado de hereje, masón, y varios pecados más, lo cual le produjo gran amargura en los últimos años de su vida.

Entre los profesores del Seminario (donde estudiaban muchas personas que no aspiraban a convertirse en sacerdotes) despunta con especial relieve el presbítero Félix Varela Morales (1788-1853), quien dio inicio a una tradición de pensamiento en Cuba, la cual mantuvo su influencia durante todo el siglo XIX. En la obra de Varela, especial significación tenía la enseñanza de la ciencia y, sobre todo, de la manera de pensar en términos científicos, apartándose de la lógica escolástica. Para coadyuvar a ello, Varela organizó (mediante clases de física experimental y los correspondientes textos), la enseñanza de la física moderna (que seguía los preceptos establecidos por el genial físico inglés Isaac Newton), como ariete para desplazar la educación escolástica que predominaba en la Universidad. Centenares de estudiantes asistían a sus clases sobre temas filosóficos, científicos y acerca de la constitución liberal española de 1812. Elegido diputado al parlamento español en 1821, se opuso al restablecimiento del absolutismo monárquico y, bajo pena de muerte, tuvo que exiliarse permanentemente. Varela preconizó en su destierro la posibilidad de la independencia de su patria y de la abolición de la esclavitud, y fue el primer intelectual cubano de relieve en hacerlo.

Los seguidores de Varela (entre los cuales se hallaban figuras tan distinguidas como el historiador y publicista José Antonio Saco, y el pedagogo y filósofo José de la Luz y Caballero) propugnaban la enseñanza de las ciencias, sobre todo de la física y la química, y la realización de reformas políticas y económicas, entre las cuales una de las principales era la abolición de la trata (el comercio de esclavos). Desde 1817 esto se convirtió en un compromiso del gobierno hispano con el de Inglaterra (que, a raíz de su revolución industrial, pasó de defender la trata a oponerse activamente a ella y a la esclavitud). Sin embargo, la mayor parte de los hacendados criollos, encabezados por su representante, el poderoso Intendente de Hacienda y Ejército, Claudio Martínez de Pinillos, conde de Villanueva, eran decididos partidarios de la trata y del mantenimiento de la esclavitud por tiempo indefinido. El  mencionado acuerdo con Inglaterra, pues, no se cumplía en Cuba, con la casi permanente complicidad del gobierno de la colonia. Alrededor de 1840, la corriente política reformista (no sus ideas) prácticamente desaparece, para renacer –brevemente– alrededor de 1860.

En 1817 se creó el Jardín Botánico de La Habana, teniendo como primer director al criollo José Antonio de la Ossa. Esta fue la primera institución científico-investigativa creada en Cuba, aunque realmente alcanzó auge sólo desde que en 1824 el polígrafo gallego Ramón de la Sagra (1798-1871) asumiera de hecho su dirección, bajo los auspicios del conde de Villanueva. El jardín se hallaba en los terrenos del Capitolio Nacional (sede actualmente del Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente). Sagra impartió extensos cursos de botánica, fundó una revista científica y coleccionó plantas y animales que luego fueron descritos, sobre todo por naturalistas franceses, en su monumental (12 grandes volúmenes) Historia Física, Política y Natural de la Isla de Cuba, profusamente ilustrada, y publicada en francés y español en París, entre 1837 y 1857. Sagra escribió las partes referentes a la geografía, la política, y la economía, así como la introducción a la sección de historia natural.

En 1823 se produjo el restablecimiento, promovido por Tomás Romay, de la enseñanza práctica de la medicina (con disecciones), interrumpida desde hacía algunos años. Ello tuvo lugar en el Real Hospital Militar de La Habana, al cual se adscribió un Museo de Anatomía, dirigido por el cirujano español Francisco Alonso Fernández, y luego por el estrecho colaborador de este, el habanero Nicolás José Gutiérrez (1800-1890). De este año data el primer intento de Gutiérrez por establecer una sociedad médica. Renovado en 1826, como propuesta de una Academia de Ciencias Médicas, sólo se materializó 35 años más tarde. En 1836-37 Gutiérrez realizó una estancia de estudios en hospitales parisinos, como resultado de la cual introdujo en Cuba el estetoscopio y varias técnicas para la realización de operaciones mayores. Su ejemplo de “viajar a París” para estudiar medicina (y también otras materias) fue seguido por muchos jóvenes cubanos en años posteriores. En 1840 fundó la primera revista médica cubana, el Repertorio Médico Habanero.

A propuesta de Ramón de la Sagra, vino a Cuba, en 1836, el químico español, formado en Francia, José Luis Casaseca, a fin de enseñar química en varias cátedras extrauniversitarias y, en 1848, estableció el Instituto de Investigaciones Químicas de La Habana, que concibió originalmente como una institución para investigaciones agroquímicas. Tuvo varios discípulos importantes, entre ellos el más renombrado fue Alvaro Reynoso, quien lo sustituyó en la dirección del Instituto.

Alvaro Reynoso (1829-1888), graduado de química en la Universidad de París, financió el Instituto de investigaciones Químicas de La Habana en gran medida con fondos provenientes de su herencia familiar y elevó el papel de este centro. En 1862, Reynoso publicó una visión integral del cultivo de la caña de azúcar, con varias recomendaciones para mejorarlo. Este fue su Ensayo sobre el Cultivo de la Caña de Azúcar, rápidamente traducido al francés, el holandés y el portugués. Tuvo, sin embargo, poca acogida en Cuba. Reynoso también desarrolló, durante una prolongada estancia en París, una nueva tecnología industrial azucarera, cuya relevancia no ha sido aun adecuadamente evaluada, pero que lo convierte, quizá, en el más importante de los inventores cubanos. Agotó su fortuna en estos empeños y falleció en La Habana, en la mayor pobreza.

En 1838 Felipe Poey (1799-1891) publicó el primer texto para la enseñanza de la geografía de Cuba, que –bajo diversas denominaciones– tuvo un total de 19 ediciones. En ese mismo año organizó un modesto Museo de Historia Natural. Felipe Poey, uno de los grandes naturalistas de América durante el siglo XIX, publicó en los años cincuenta sus importantísimas Memorias sobre la Historia Natural de la Isla de Cuba. Pero su obra magna es la Historia Natural de los Peces de Cuba, también conocida como Ictiología Cubana, que mereció premios y reconocimientos internacionales, pero que –pese a todos los esfuerzos al respecto– sólo vino a publicarse completa en el año 2000. Se trata de un empeño monumental, que coloca a su autor entre los grandes ictiólogos de todos los tiempos.

Desde 1850 aproximadamente, el hijo mayor de Felipe Poey, Andrés Poey (1825-1919), estableció un pequeño observatorio meteorológico, y comenzó a informar de sus observaciones a instituciones de Francia y Estados Unidos. En 1857  decidió crear, con carácter oficial, el Observatorio Físico-Meteórico de La Habana, que fue colocado bajo la dirección del propio Andrés Poey. En 1869 fue cesanteado por las autoridades coloniales y, en definitiva se radicó en Francia, donde se distinguió como un ardiente positivista y pacifista. Las principales observaciones meteorológicas de Andrés Poey tienen que ver con la clasificación y el movimiento de las nubes. El vacío dejado por su observatorio fue ocupado por el Observatorio del Colegio de Belén, que desde 1870 estuvo dirigido por el padre Benito Viñes (1837-1893), meteorólogo catalán que realizó aportes relevantes al estudio de los ciclones tropicales, incluyendo una teoría empírica sobre su traslación.

Quizas el mayor logro de la ingeniería civil en Cuba durante el siglo XIX fue la fabricación de un moderno acueducto para la ciudad, diseñado y construido por el ingeniero cubano Francisco de Albear (1816-1887), quien llegó a ser brigadier del cuerpo de ingenieros del ejército español. Este acueducto, cuyo diseño mereció medalla de oro en la Exposición Internacional de París, de 1878, se comenzó a construir en 1856 y se terminó en 1893, seis años después de la muerte de Albear. Constituyó un aporte notable a la higiene de La Habana y al bienestar de sus habitantes, hasta hoy.

Desde los años cuarenta tuvo lugar en Cuba el proceso de industrialización azucarera, cuyo primer eslabón fue el empleo de la máquina de vapor y su difusión (que se produjo sobre todo en estos años), una vez resuelto el problema de su acoplamiento a los molinos. Ello fue seguido por la introducción de otras máquinas desarrolladas en Europa, para la industria de azúcar de remolacha, como la serie adquirida en 1841 para un ingenio de la zona de Matanzas, que incluía el molino o trapiche horizontal, con su estera móvil, desecadoras (para calentar, decantar y clarificar el guarapo), filtros de carbón y evaporadores al vacío. Los ingenios tuvieron que contratar personal técnico (obreros libres) para manejar estos aparatos; pero la posibilidad de aumentar grandemente la producción industrial dependía, en última instancia,  de un gran aumento en la fuerza de trabajo esclava (para suministrar suficiente caña al ingenio), lo cual indujo un incremento extraordinario del tráfico negrero.

En año de 1857 se inició una crisis económica en Europa y los Estados Unidos que aceleró el proceso de descomposición de la “economía de plantación” cubana, afectada ya por la lucha contra la esclavitud en varios países y por el endeudamiento de los hacendados criollos con los comerciantes españoles (principales introductores de esclavos, en barcos sobre todo estadounidenses). En Cuba, esa crisis fue acompañada por un nuevo auge de la corriente política reformista y por la intención del gobierno español de atraerse el favor de las capas medias criollas. Sin embargo, las negociaciones entre los reformistas y el gobierno de la metrópoli fracasaron en 1866, lo cual abrió el camino hacia la insurrección armada que se inició en 1868 (la Guerra de los Diez Años).

En este contexto se crea, en 1861, con pleno carácter oficial, la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, única de su tipo que existió en una colonia hispana. Por primera vez tuvieron las personas interesadas en las ciencias un espacio dedicado al debate, a la presentación de trabajos y al contacto con instituciones homólogas de otros países. La creación de la academia se debió sobre todo a las persistentes gestiones e importantes relaciones de quien fue su presidente durante 30 años, el cirujano Nicolás José Gutiérrez, mencionado anteriormente. Entre los miembros fundadores estuvieron Felipe Poey, Alvaro Reynoso, el médico Ramón Zambrana, el geólogo Manuel Fernández de Castro y un total de 30 personalidades del incipiente mundillo científico habanero. Una de sus principales figuras fue su secretario general, durante 20 años, Antonio Mestre, quien creó la revista de la institución, los Anales de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana (desde 1864), la revista científica general más importante que tuvo Cuba durante el siglo XIX, que se leía en una decena de países. La academia también poseía una importante biblioteca (abierta al público) y un museo (abierto a los estudiantes).

Desde la fundación de la Academia, la medicina alcanzó mayor auge en Cuba. Se fundaron varias revistas médicas importantes, como la Crónica Médico-Quirúrgica de La Habana (1875). La Crónica fue dirigida por el oftalmólogo Juan Santos Fernández, quien también propició la fundación, en 1877, de la Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba. A él se debe también la creación, en 1887, de uno de los primeros institutos de investigación bacteriológica fundados en América, el Laboratorio Histo-Bacteriológico e Instituto de Vacunación Antirrábica de La Habana. Esta institución, inspirada en el laboratorio de Luis Pasteur (que fue visitado previamente por un grupo de  médicos cubanos),  no sólo permitió que los estudiantes de medicina realizaran prácticas de bacteriología (que la universidad no podía ofrecerles), sino la elaboración de vacunas contra la rabia y la difteria (ésta en 1895), además de un sinnúmero de análisis bacteriológicos y químicos. Entre sus principales figuras estuvieron los bacteriólogos Diego Tamayo y Juan Nicolás Dávalos.

El mayor logro científico alcanzado por un investigador cubano durante el siglo XIX fue el descubrimiento del modo de transmisión de la fiebre amarilla, realizado por Carlos J. Finlay (1833-1915). Este médico, quien hacía años venía estudiando la fiebre amarilla y sus epidemias, llegó en 1881 a la conclusión de que la diseminación de esta enfermedad no podía explicarse adecuadamente en términos ni del contagionismo (la trasmisión del mal por contacto directo de un individuo sano con un enfermo, sus fluidos y deyecciones, o con sus ropas u otros objetos tocados por él), posibilidad que la mayoría de los médicos había desechado, ni del anticontagionismo (la trasmisión por infección causada por un agente específico y local, generalmente identificado con los “miasmas”, productos de la descomposición animal o vegetal), aceptado por algunos médicos. Si ninguna de estas dos variantes podía explicar claramente la difusión de este padecimiento, afirmó Finlay, sólo quedaba abierta una posibilidad: la del contagio indirecto, a través de un “agente intermedio”. Esta conclusión la expuso claramente el 18 de febrero de 1881 en una reunión sanitaria internacional (intergubernamental), que se celebraba en Washington, mas nadie le prestó la menor atención. Ya entonces estaba estudiando los mosquitos como posibles “agentes intermedios”, pero en los meses siguientes continuó sus experimentos, y el 14 de agosto de 1881 presentó, ante la Academia de Ciencias de La Habana, su trascendental trabajo El mosquito hipotéticamente considerado como agente de transmisión de la fiebre amarilla, donde no sólo se argumentaba su tesis del “agente intermedio”, sino que se describía con precisión la especie de mosquito que realizaba la transmisión (conocida hoy como Aëdes aegypti). El trabajo era demasiado “heterodoxo” para los médicos de la época (tanto cubanos como muchos extranjeros que lo conocían) y, aunque Finlay continuó reportando los resultados de sus experimentos, casi nadie tomó en serio su teoría. Téngase en cuenta que las ideas y trabajos de Finlay sobre la trasmisión de una enfermedad de una persona a otra por un insecto fueron pioneros en el mundo. Nadie había hecho antes tal afirmación. La comprobación oficial de su teoría por otro investigador se produjo casi 20 años más tarde.

En las últimas décadas del siglo XIX alcanzó gran auge entre los médicos cubanos el positivismo, sobre todo en su variante francesa, ya que muchos de estos galenos habían estudiado en París. Entre los pocos partidarios del positivismo inglés se hallaba el destacado filósofo y pedagogo cubano Enrique José Varona, quien en 1880 dictó, en la Academia de Ciencias, una serie de conferencias sobre psicología, lógica y ética que influyeron grandemente sobre la intelectualidad de la época. También alcanzó cierta importancia la difusión del darwinismo. En 1882, José Martí publicó, en Nueva York, un extraordinario ensayo al respecto, en ocasión de la muerte de Darwin. En 1890, todos los profesores de historia natural de la Universidad eran partidarios de la evolución y rechazaban la creación independiente de las diferentes especies biológicas. Esta tendencia la había iniciado Felipe Poey desde 1862, al introducir concepciones evolucionistas en sus clases.

 

1899 – 1959.  EL PERÍODO NEOCOLONIAL

La soberanía de España sobre Cuba terminó el 1 de enero de 1899, después de la intervención, en 1898, de los Estados Unidos en la guerra que los cubanos libraban contra el dominio colonial desde 1895. El período que aquí se examina ha sido denominado “neocolonial” por los historiadores cubanos porque, para cesar su ocupación de Cuba, el gobierno de Estados Unidos impuso la inclusión en la constitución de la nueva república del articulado de la llamada Enmienda Platt, que prácticamente convertía a Cuba en un protectorado de la Unión Americana. Esta situación se mantuvo entre 1902 y 1934, cuando dicha enmienda fue derogada por acuerdo entre los dos países; pero ya había dado lugar a un grado de dependencia comercial, financiera y política de tal envergadura, que Cuba –aunque tenía plena personalidad jurídica dentro de la comunidad internacional– en lo esencial funcionaba virtualmente como una colonia de nuevo tipo, como una neocolonia.

Durante el período generalmente conocido como Primera Intervención de los Estados Unidos (1899-1902) una de las principales preocupaciones del ejército estadounidense que ocupaba el país se relacionaba con la propagación de “enfermedades tropicales” entre las tropas, sobre todo de la fiebre amarilla y la malaria. Durante muchos años, antes de la intervención norteamericana, se había argumentado que la falta de higiene en Cuba constituía un peligro para la salud pública en los Estados Unidos. Ello se refería sobre todo a la fiebre amarilla (que, en realidad, ya era endémica en el delta del río Mississippi). La comisión médica enviada por Estados Unidos a Cuba en 1900 para el estudio de la situación epidemiológica se dedicó en especial a la etiología de la fiebre amarilla, pero al principio no prestó atención alguna a la “teoría del mosquito” de Finlay, y acudió a ella sólo cuando se encontraba en un callejón sin salida. El primero en comprobar independientemente la teoría de Finlay (con huevos del mosquito Aëdes aegypti suministrados por éste) fue el miembro de la comisión Jesse Lazear, quien falleció durante sus experimentos. El jefe de dicha comisión, Walter Reed, reportó de inmediato, en el propio 1900, sobre la base de los limitados experimentos de Lazear, la comprobación de la teoría de Finlay, pero argumentó –al mismo tiempo, para dar más relevancia a su reporte– que Finlay mismo no había llegado a comprobarla. Al año siguiente Reed llevó a cabo meticulosos experimentos que, sin embargo, sólo corroboraban las conclusiones de Finlay y otros investigadores, y –como señalara el descubridor del modo de trasmisión de la malaria, el inglés Sir Ronald Ross– no descubrían nada nuevo. Sin embargo, las autoridades sanitarias  en los Estados Unidos presentaron a Reed (fallecido en 1902) como el descubridor del modo de transmisión de la fiebre amarilla, a pesar de que figuras tan distinguidas como el propio Ronald Ross o Alphonse Laveran, ambos ganadores del Premio Nobel, reconocían la indudable prioridad de Finlay, y propusieron a éste para igual galardón. En realidad, sólo el éxito de la campaña de erradicación de Aëdes aegypti en La Habana, llevada a cabo en 1901, con el asesoramiento de Finlay, demostró de manera totalmente convincente la certeza de sus ideas.

El desarrollo de la investigación científica, bajo las condiciones de la república neocolonial, fue muy limitado. El Estado no apoyó, por ejemplo, la investigación bacteriológica, en la cual había sido pionero en América el Laboratorio Histo-bacteriológico. Cierto es que se creó un Laboratorio Nacional con fines similares, pero de efímera existencia. Tampoco recibieron apoyo las investigaciones de historia natural, mediante la creación, por ejemplo, de museos, y ello se dejó por entero a los individuos, a veces agrupados en sociedades, como la Sociedad Cubana de Historia Natural “Felipe Poey”, fundada en 1913 por el discípulo predilecto de don Felipe, el malacólogo Carlos de la Torre (1858-1950), quien –por cierto– llevó a cabo muy meritorias investigaciones sobre los moluscos de Cuba, y realizó aportes al estudio de la paleontología. Fue también un destacado pedagogo, y de cierta manera, la figura emblemática de la ciencia cubana, hasta su fallecimiento en 1950.

Otros naturalistas destacados en esta época fueron el franco-cubano Joseph Silvestre Sauget (Hermano León), quien elaboró una Flora de Cuba (5 volúmenes y un suplemento, en colaboración con el Hermano Alain), Charles T. Ramsden de la Torre (sobrino de Carlos de la Torre), quien residía en Santiago de Cuba y estudió sobre todo la fauna de la zona oriental del país, y Mario Sánchez Roig, con sus estudios sobre peces y crustáceos. Los dos últimos naturalistas crearon museos privados.

También puede mencionarse, entre los naturalistas extranjeros, a Thomas Barbour, estudioso de los reptiles y las aves, quien durante varios años supervisó (desde los Estados Unidos) la estación de la Universidad de Harvard, situada en las cercanías de la ciudad de Cienfuegos. Esta estación fue establecida, por acuerdo con dicha universidad, alrededor de 1900, por el hacendado estadounidense Edwin F. Atkins, y es generalmente conocida como el Jardín Botánico de la Universidad de Harvard. Su propósito original fue la creación (por selección de híbridos) de variedades cubanas de caña de azúcar (allí se inició este tipo de trabajo en Cuba), pero gradualmente se convirtió en el punto de partida para la labor de importantes naturalistas estadounidenses. En el jardín se creó una importantísima colección de plantas vivas de diferentes partes del mundo. Desde 1932 se la incluyó en la Guía Turística de Cuba.

En 1904, el gobierno cubano decidió crear una estación agronómica similar a la que se había formado poco antes en Puerto Rico. Para ello acudió a la contratación (hasta 1909) de un grupo de especialistas estadounidenses, varios de los cuales se esforzaron por organizar adecuadamente esta Estación Experimental Agronómica de Santiago de las Vegas, pero nunca contaron con suficientes medios para hacerlo. El hecho de que a los ojos de los cubanos, la estación se había convertido prácticamente en un enclave norteamericano, no la favorecía. Sólo a partir de la llegada en 1917 del agrónomo italiano Mario Calvino, como director de la estación, comenzaron a sentarse las bases para un trabajo más fructífero y continuado. El sucesor de Calvino, el ingeniero cubano Gonzalo Martínez Fortín, desarrolló ulteriormente la organización de este centro.

A pesar del escaso financiamiento que tuvo, pero gracias al personal ciertamente dedicado que la integró, la Estación logró resultados muy significativos en varias áreas. Entre ellos cabe mencionar el rescate de la variedad original de tabaco cubano, llamada havanensis, realizado inicialmente bajo la dirección de Juan Tomás Roig (1877-1971), quien también estudió las plantas medicinales cubanas y realizó muchas otras investigaciones de botánica económica, y se convirtió en uno de los científicos cubanos más conocidos y reconocidos en su país. Las nuevas variedades de maíz, obtenidas durante un trabajo de más de veinte años por el genetista Carlos González del Valle se introdujeron con éxito en varios países de América Latina (Venezuela y Perú, entre ellos) y en los propios Estados Unidos, pero apenas se difundieron en Cuba.. El desarrollo del control biológico de una importante plaga de los cítricos, mediante la cría e introducción de una pequeña avispa parásita, resultó ser uno de los mayores éxitos del control biológico en el mundo. Este trabajo fue dirigido por el entomólogo estadounidense (que vivió buena parte de su vida en Cuba) Stephen Cole Bruner. Un éxito similar tuvo en 1957 el ingeniero cubano Julián Acuña, discípulo de Roig y Bruner, al determinar el carácter viral y el insecto trasmisor de una enfermedad del arroz, lo cual tuvo también una repercusión internacional. Estos son sólo algunos de los muchos logros de esta institución, que ya a mediados del siglo XX, gracias a su personal, era una de las principales de su tipo en América Latina.

Aunque figuras tan importantes como Juan Guiteras Gener (1852-1925), destacado epidemiólogo cubano, realizaban desde principios de siglo importantes trabajos en el estudio de las enfermedades trasmisibles, el gobierno cubano estableció una institución para estos estudios sólo en el año 1927: el Instituto Finlay. Esta institución contribuyó a la administración de la salud pública en Cuba y a la superación de personal médico, pero en cuanto a la investigación científica sólo sobresalió en ella la labor del patólogo Wilhelm H. Hoffmann, quien había sido médico principal del estado mayor de la armada alemana y se estableció en Cuba en 1920, por invitación de Juan Guiteras. Hoffmann determinó la existencia de zonas endémicas de la fiebre amarilla en Africa y América del Sur y varios signos patológicos de esta enfermedad.

Otro destacado epidemiólogo cubano, consultante de varias entidades extranjeras, fue Mario A. García-Lebredo (más conocido como Mario G. Lebredo); pero la figura más descollante en esta especialidad fue Pedro Kourí (1900-1964), fundador del Instituto de Medicina Tropical dentro de la Universidad de La Habana. Kourí realizó notables aportes a la parasitología. Esta institución era en realidad un pequeño laboratorio, desde donde Kourí editó una revista que tuvo determinada aceptación internacional, allí también produjo varios medicamentos novedosos contra los parásitos estudiados por él. Sus Lecciones de Parasitología y Medicina Tropical, aparecidas originalmente en 1940, tuvieron varias ediciones (escritas con sus colaboradores Basnuevo y Sotolongo) y se utilizaron como obra de consulta en diferentes países.

Alcanzaron cierto desarrollo los estudios sociales, representados por la figura predominante de Fernando Ortiz (1881-1969), cuya obra abarcó campos tan diversos como la historia, la etnología, la lingüística y la sociología. Algunos lo han considerado “el tercer descubridor del Cuba”. Entre sus obras más importantes están Los negros esclavos (1916), Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), Los instrumentos de la música afrocubana (5 vols. 1952-1955) e Historia de una pelea cubana contra los demonios (1959). Ortiz fundó también varias sociedades y revistas científicas y era un constante promotor de afanes culturales. Fue, en muchos sentidos, la figura emblemática de las ciencias sociales en Cuba durante este período.

Otros importantes investigadores, en el campo de la historia, fueron Ramiro Guerra (1880-1970), fundador de una corriente de historia económica y con obras tan influyentes como Azúcar y Población en las Antillas (1927), La Expansión Territorial de los Estados Unidos (1935), Manual de Historia de Cuba (1938, con varias ediciones posteriores) y Guerra de los Diez Años (2 vols. 1950, 1952). Fue el principal redactor e inspirador de la Historia de la Nación Cubana (1952, 10 vols.) También es de resaltar la actividad de Emilio Roig de Leuchsenring (1889-1964), Historiador de la Ciudad de La Habana, organizador de 13 congresos nacionales de historia entre 1942 y 1960, fundador de varias publicaciones seriadas y autor de Historia de la Enmienda Platt, una interpretación de la realidad cubana (2 vols., 1935, 1937) y de Los Estados Unidos contra Cuba Libre (4 vols., 1959), entre otros muchos títulos. Desde 1910 existió una Academia Nacional de la Historia, que desplegó una importante labor editorial.

Durante la Primera Intervención y en los primeros años de la República, e incluso años más tarde, Cuba sirvió de campo de prueba para varias tecnologías estadounidenses, en la misma medida en que empresas norteamericanas se afianzaron en la posesión de los principales servicios del país, basados en el uso de tecnologías eléctricas.  Entre estos servicios merecen mencionarse una gran ampliación de la red telegráfica (desde 1899), la introducción de los tranvías eléctricos (1901), el establecimiento de la telefonía de larga distancia y el virtual monopolio de la telefonía en Cuba por la Cuban Telephone Company (1909), la radiotelegrafía (telegrafía inalámbrica) comercial (1905), la radiodifusión (1922), y la televisión (1950). Sin embargo, según constató la llamada Misión Truslow, enviada a Cuba por el Banco Mundial en 1950, en el país no había ni un solo laboratorio para investigaciones tecnológicas.

 

DESDE 1959 - PERÍODO REVOLUCIONARIO

Al terminar la guerra contra la dictadura de Batista, y triunfar la Revolución (en enero de 1959), existían en Cuba algunas instituciones que podían realizar investigaciones científicas básicas o aplicadas. Entre ellas cabe citar el Observatorio Nacional, que poseía (y posee) un conjunto de edificios en la zona de Casablanca, junto al puerto habanero, y un pequeño número de estaciones de observación meteorológica en diferentes partes del país (tenía también estaciones en Caimán Grande y en Nicaragua). Los estudios del mar se hallaban centrados en la Oficina Hidrográfica. El Centro Nacional de Investigaciones Pesqueras, de efímera existencia, había sido disuelto en 1955. Aún existía el Instituto Nacional de Higiene (creado en 1943), aunque este se dedicaba —sobre todo— al control de la calidad de los alimentos y medicamentos. Muy contados laboratorios de las tres universidades oficiales (las de La Habana, Las Villas y Oriente) realizaban investigaciones. En el Ministerio de Agricultura existía una entidad denominada, desde 1950, Comisión Técnica de Geología y Minería. Las escasas investigaciones tecnológicas estaban centradas en un Instituto Cubano de Investigaciones Tecnológicas (ICIT), creado en 1955 como consecuencia de la Misión Truslow (antes mencionada) y las investigaciones médicas se realizaban, en pequeña escala y con muchas dificultades, en el Laboratorio de Medicina Tropical mencionado también con anterioridad. La Estación Experimental Agronómica de Santiago de Las Vegas —a pesar de la permanente limitación de recursos de que padecía— mostraba, sin embargo (como se indicó anteriormente), una importante relación de resultados.

Entre 1959 y 1961, las instituciones de investigación existentes recibieron el apoyo del Gobierno Revolucionario, pero no se creó virtualmente ninguna nueva. El 15 de enero de 1960, sin embargo, ya Fidel Castro aseguraba a un grupo de especialistas cubanos que la ciencia ocuparía un lugar importante dentro de los planes de transformación del país. Ante los miembros de la Sociedad Espeleológica de Cuba, reunidos en la sede de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, expresó:  “El futuro de nuestra Patria tiene que ser necesariamente un futuro de hombres de ciencia, de hombres de pensamiento, porque precisamente es lo que más estamos sembrando; lo que más estamos sembrando son oportunidades a la inteligencia, ya que una parte considerable de nuestro pueblo no tenía acceso a la cultura, ni a la ciencia, una parte mayoritaria de nuestro pueblo.”

Los cambios más importantes comenzaron a realizarse en el área de la investigación agrícola y fueron promovidos por el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA), establecido en mayo de 1959. La Estación Experimental Agronómica de Santiago de las Vegas (actual Instituto de Investigaciones Fundamentales en Agricultura Tropical) se convirtió entre 1959 y 1961 —año en que oficialmente pasó a formar parte  del INRA— en el centro nacional para las investigaciones agrícolas (no cañeras y no tabacaleras). El nuevo plan de investigaciones de la Estación, aprobado en 1960, fue apoyado con una asignación casi veinte veces superior a lo que se concedía a la institución en los presupuestos anteriores.

Se requería de un enorme esfuerzo para proveer al país de los miles de científicos e ingenieros que los ambiciosos planes de desarrollo económico demandaban. La educación no podía permanecer al margen de los grandes cambios que se producían en el país. El analfabetismo era uno de los males contra los cuales se enfilaron los primeros planes. La Campaña de Alfabetización (1960-1961) redujo la proporción de analfabetos dentro de la población mayor de 10 años de 24% a  poco menos de 4 %. El programa de alfabetización fue seguido (y en algunos casos precedido) por una notable ampliación de las capacidades de la educación primaria y secundaria, que permitirían la continuación de los estudios de jóvenes y adultos alfabetizados.

Pero también era necesario introducir grandes cambios en la educación superior, en buena medida lastrada por décadas de inercia docente y escasos presupuestos. Los estudiantes de ciencias (físico-matemáticas, físico-químicas y naturales) constituían sólo 1,7% del alumnado, los de tecnología 5,8% y los relacionados con la agricultura y la industria azucarera eran sólo 1,8% del total. Los planes de estudio de estas carreras eran, por lo general, anticuados, y la enseñanza práctica-experimental era casi inexistente. En 1960, en algunas escuelas universitarias (sobre todo la de ingeniería), se dieron los primeros pasos hacia una reforma radical de los planes de estudio para que contribuyeran a la mejor preparación de los estudiantes y al desarrollo sostenido de la investigación científica en las universidades. Como consecuencia de este movimiento, se dictó el 10 de enero de 1962 la Ley de Reforma Universitaria.

En 1961, los encargados de la política educacional del país habían llegado a la conclusión de que las tres universidades nacionales no tenían suficientes profesores e instalaciones para preparar la cantidad y diversidad de científicos e ingenieros que los planes de desarrollo requerían. Se procedió, pues, a promover la concesión de becas en otros países para la realización de estudios técnicos y superiores. Varios miles de estudiantes cubanos estudiaron en centros universitarios de los países socialistas. También se obtuvieron, aunque en una proporción mucho menor, becas en países de Europa occidental.

Desde muy temprano se incorporó la experimentación y la conciencia de investigación en la formación de todos los estudiantes en todas las carreras, lo que sustentó la totalidad de los resultados que se obtuvieron en ellas y los que sus egresados obtuvieron en diversas instituciones de investigaciones del país. Una de las primeras instituciones de investigaciones universitarias fue fundada tan temprano como en 1962 y es la Estación Experimental de Pastos y Forrajes “Indio Hatuey” en la provincia de Matanzas. Distintos centros de investigación fueron creados asociados a las universidades. El Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CNIC, 1965), Instituto de Ciencia Animal (ICA) e Instituto Nacional de Ciencias Agrícolas (INCA) nacieron asociados a la Universidad de La Habana, el Centro de Bioactivos Químicos (CBQ, 1990) y el Instituto de Biotecnología de las Plantas (BP, 1992) en la Universidad Central de Las Villas. El Centro de Bioplantas (1987) en la Universidad de Ciego de Ávila. La Universidad de Oriente fundó y mantiene, entre otros, el Centro de Biofísica Médica (1993) y el Centro Nacional de Electromagnetismo Aplicado (CNEA, 1993). Los premios anuales de la Academia de Ciencias de Cuba provienen en su mayoría de las universidades y sus centros de investigaciones asociados, apoyados en una formación doctoral decisiva para la formación de investigadores y una muy fuerte colaboración internacional.

Desde 1962 comenzó el proceso de creación de nuevas instituciones de investigación. Entre ese año y 1973 se organizaron 53 entidades de I+D (Investigación y Desarrollo) en el país, parte importante del conjunto de institutos de investigación en las ciencias exactas y naturales, médicas, tecnológicas, agrícolas y sociales que todavía existen en Cuba. Posteriormente, estas instituciones incrementaron de manera notable su personal, gracias a las primeras graduaciones de técnicos universitarios y de nivel medio ocurridas en la Revolución. También asumieron proyectos de relativa complejidad que, en lo fundamental, concluyeron en los años setenta.

Casi todas las sociedades científicas (incluida la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana) resultaron muy afectadas por la emigración de profesionales que ocurrió entre 1959 y 1962, y se concibió el proyecto de sustituirlas por institutos de investigación y agruparlas con ciertas entidades “aisladas” (como el Observatorio Nacional, por ejemplo) en una sola institución. A este proyecto respondió la fundación de la Comisión Nacional de la Academia de Ciencias de Cuba, el 20 de febrero de 1962, integrada por un grupo de científicos y otros intelectuales, y presidida por el geógrafo y capitán del Ejército Rebelde Antonio Núñez Jiménez (1923-1998), profesor de la Universidad Central (en Santa Clara) antes de la Revolución, quien había sido hasta hacía poco director ejecutivo del INRA.

La Comisión Nacional quedó facultada para llevar a cabo “la reorganización, incorporación y disolución de cuantas sociedades, academias y corporaciones estimare conveniente a los efectos de esta ley” (la ley 1011 de 20 de febrero de 1962) y para proponer al gobierno la incorporación a esta de entidades científicas adscritas a ministerios o universidades. También tenía la atribución de “planificar las investigaciones científicas de acuerdo con la Junta Central de Planificación”, lo cual se supone se refería a todas las investigaciones científicas del país, aunque la Comisión Nacional nunca ejerció dicha atribución. La Comisión Nacional no era considerada aún por la ley una Academia de Ciencias, pero vino a ser conocida como tal. De hecho, la entidad funcionó como un organismo de la administración central del Estado. La nueva Academia se declaró heredera de la antigua Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana.

En una visita a la Academia (que había quedado instalada en el Capitolio Nacional), el 24 de abril de 1964, el comandante Ernesto “Che” Guevara consideró que la institución debía trabajar con una visión a largo plazo del desarrollo de la ciencia internacional, que le permitiera ser “la autoridad consultiva y la autoridad orientadora” más que la autoridad rectora” de la ciencia en Cuba. Por otro lado, los contactos con las academias de ciencias de los países socialistas conducían a una concepción de las investigaciones en la academia similar a la sostenida por estas entidades; aunque, en definitiva, no se centró totalmente en temas “fundamentales”, sino más bien en algo que se clasifica como “fundamental orientado”: el estudio de los recursos naturales del país.

Aunque las investigaciones sobre recursos naturales fueron la tarea central de la Academia, también se tuvieron en cuenta “necesidades técnicas” de la sociedad cubana, no contempladas por otros organismos, en ramas como: la energética (nuclear, solar, del gradiente térmico del mar, geotérmica y de las mareas); la desalinización del agua de mar; el cultivo de plantas y peces marinos, la investigación básica de las pesquerías, de las algas marinas, del plancton; el cultivo de algas y otros organismos de agua dulce; la introducción del radar y otros medios en la observación meteorológica; estudios del magnetismo terrestre y la ionosfera, así como de la propagación de ondas de radio; investigaciones sismológicas; la automatización industrial.

Para apoyar, en lo que a la información científica se refiere, todo este trabajo de investigación y desarrollo, se creó por ley, en 1963, el Instituto de Documentación e Información Científico-Técnica (IDICT), como centro gestor y rector del Sistema Nacional de Información Científica y Técnica. Este instituto creó las normas y obras de referencia imprescindibles para esta actividad, publicó una revista de resúmenes de publicaciones cubanas, un boletín de traducciones y varias series divulgativas. Ya en los años ochenta se creó una red de “centros multisectoriales” de información científico-técnica en todas las provincias del país.

En lo que al estudio de los recursos naturales se refiere, se creó un conjunto de institutos y se formuló un ambicioso proyecto —coordinado por el Instituto de Geografía de la academia cubana—, que culminó en 1970, con la publicación (en colaboración con el Instituto de Geografía y otras instituciones de la URSS) del primer Atlas Nacional de Cuba, que se editó en gran formato, con 147 mapas, algunos de los cuales fueron verdaderas primicias por su temática. En 1978 se produjo un segundo Atlas Nacional, por el Instituto de Geodesia y Cartografía (adscrito al Ministerio de las Fuerzas Armadas) y en 1989, gracias a la colaboración entre dicho instituto y el Instituto de Geografía con otras instituciones se editó un Nuevo Atlas Nacional de Cuba, con 627 mapas y muchos otros materiales.

En 1968 se inició (con una fuerte colaboración de instituciones del campo socialista y coordinado por el Instituto de Geología) un levantamiento geológico de Cuba, de gran importancia para la exploración geológico-minera, que logró producir —en 1975—un mapa geológico a escala de 1:250 000. Cuba fue prácticamente el primer país de América Latina en contar con un levantamiento geológico con tal grado de detalle (culminó del todo sólo en 1988).

Por la misma época se inició el estudio genético de los suelos de Cuba (coordinado por el Instituto de Suelos de la Academia y con el apoyo del Instituto de Suelos de la República Popular China), que produjo —en 1971— la primera clasificación genética de los suelos de Cuba, que se reflejó cuatro años más tarde en la edición de un mapa a escala de 1:250 000, de gran importancia para la explotación agrícola. En esta etapa final se contó con asesoramiento soviético y francés. Con la realización de estos trabajos, Cuba se colocó a la vanguardia de los países de América en lo que al estudio sistemático de los suelos se refiere.

En 1967 comenzó la labor de caracterizar, desde el punto de vista geológico, químico y biológico, los recursos de la plataforma insular cubana, labor que culminó, en lo fundamental, en 1981. Fue coordinada por el Instituto de Oceanología de la Academia, en colaboración —sobre todo— con instituciones soviéticas.

Por su parte, los institutos académicos dedicados a la zoología y la botánica (hoy unidos en una sola institución, el Instituto de Ecología y Sistemática) reunieron casi todas las colecciones importantes existentes en el país, crearon nuevas colecciones de animales y plantas, y editaron las publicaciones seriadas Poeyana y Acta Botánica Cubana, que alcanzaron prestigio internacional. También se publicaron varias monografías importantes sobre grupos de animales y plantas cubanos, entre ellas el Catálogo de los Mamíferos Vivientes y Extinguidos de las Antillas (1974), de Luis Sánchez Varona (1923-1989). Por su parte, la Universidad de La Habana creó una institución dedicada al estudio de la flora, el Jardín Botánico Nacional, que comenzó a funcionar en 1968 y tiene a su cargo la edición de una nueva flora de Cuba, en colaboración con otras instituciones.

En la realización de los proyectos mencionados anteriormente se formaron cientos de investigadores y técnicos cubanos. Debe señalarse, además,  que este grupo de instituciones y sus investigadores tuvieron una alta incidencia en la conservación de los recursos naturales del país.

Hubo, desde los años sesenta, varios proyectos específicos de conservación y rehabilitación de los recursos naturales, entre los cuales deben destacarse los de reforestación. Según datos oficiales, correspondientes al año 2001, 22,8 % de la superficie de Cuba se halla cubierta por bosques y se pretende llevar esta cifra hasta 27 %. En 1959 la cifra era de alrededor de 14 %. Para apoyar este programa de reforestación se creó a mediados de los años sesenta el Centro de Investigaciones y Capacitación Forestales, dentro del Ministerio de Agricultura.

Otro programa que se llevó a cabo de manera intensiva (sobre todo después del huracán Flora, de 1963) fue denominado de “voluntad hidráulica”. En el país  existían sólo 13 pequeños embalses y casi ninguna otra obra que ayudase a aminorar el impacto causado por la lluvia que traen consigo los huracanes y, a la vez, a conservar el agua para el consumo humano, la agricultura y la industria. En 2004 ya había 241 embalses, que almacenan alrededor de 9 millones de m3 de agua y pueden entregar más de 7 millones al año, unas 730 micropresas, y otras obras relacionadas.

Ya en los años ochenta comenzó a perfilarse una política integral para la conservación y aprovechamiento racional del medio ambiente en Cuba. En 1981 se promulgó una ley a estos fines, que fue sustituida en 1997 por otra con mayor concisión, basada también en la experiencia acumulada hasta entonces. En la promoción de esta política jugó un destacado papel la presidenta de la Academia de Ciencias, y posteriormente ministra de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente, Rosa Elena Simeón (1943 -2004). En la actualidad hay algo más de 16 000 km2 del territorio cubano (aproximadamente 15% del mismo) incluido en las categorías de más elevada protección: reservas de la biosfera, parques nacionales y reservas ecológicas.

También en los años sesenta se desarrollaron, por la Academia de Ciencias, dos importantes servicios nacionales relacionados con la protección del medio ambiente y de la vida y el quehacer de los hombres: el meteorológico y el sísmico. Aunque la observación meteorológica venía realizándose en Cuba desde fines del siglo XVIII, en el período necolonial no se había logrado organizar un sistema nacional de estaciones, y se dependía mucho de observadores voluntarios; más aún, las observaciones estaban repartidas entre 9 instituciones diferentes, dos de las cuales, el Observatorio Nacional y el del Colegio de Belén, frecuentemente se contradecían. Durante el período revolucionario se logró crear el Servicio Meteorológico Nacional, con un mínimo de erogación por el Estado, y centrado en el Instituto de Meteorología (antiguo Observatorio Nacional). Gracias al apoyo de la Organización Meteorológica Mundial y del Servicio Hidrometeorológico de la URSS (y del trabajo voluntario de los jóvenes meteorólogos cubanos, transformados en constructores) se instalaron treinta estaciones de primer orden y veinte de segundo orden. Posteriormente se instalaron radares meteorológicos. En la organización del sistema meteorológico nacional y de la docencia en esta especialidad tuvo un papel relevante el director del Instituto de Meteorología, Mario Rodríguez Ramírez (1911-1996), autor —además— de una teoría sobre el origen de los huracanes.

Otro importante servicio es el sísmico, creado dentro del Instituto de Geofísica (hoy Geofísica y Astronomía) de la Academia. Aunque la sismología no ha avanzado lo suficiente, internacionalmente, como para pronosticar los terremotos, sí permite alertar en cuanto a un mayor peligro en ciertas zonas y durante ciertos períodos más o menos prolongados. En Cuba hay varias regiones de cierta actividad sísmica.

En el campo de las investigaciones sociales y las humanidades también se creó una red de instituciones. En lo que a la filosofía se refiere, debe mencionarse el actual Instituto de Filosofía, que publicó en 1976 la obra Metodología del Conocimiento Científico, en colaboración con estudiosos soviéticos de esta temática, realizó seminarios metodológicos e investigó la historia del pensamiento filosófico en Cuba. En los años ochenta se destacaron las investigaciones en el campo de la lógica dialéctica y la axiología realizadas por Zaira Rodríguez (1940-1985). También se han desarrollado investigaciones filosóficas en otras instituciones, como la Facultad de Filosofía e Historia de la Universidad de La Habana, y en la Universidad Central (Santa Clara), entre otras.

En cuanto a la historia de Cuba, varias de las antiguas funciones de la Academia de la Historia se transfirieron en 1962 al Instituto de Historia (al cual se adscribió el Archivo Nacional, fundado en 1840), que fue dirigido por Julio Le Riverend (1912-1998), uno de los redactores de la Historia de la Nación Cubana (1952), quien realizó importantes estudios originales sobre la historia de las estructuras agrarias en Cuba. También se creó el Instituto de Historia del Movimiento Comunista y la Revolución Socialista de Cuba, dirigido por el conocido dirigente comunista Fabio Grobart. Este instituto publicó una  Historia del Movimiento Obrero Cubano (1985, 2 vols.). En 1987 los dos colectivos mencionados (sin incluir el Archivo Nacional) , y algunos más, se fundieron en un Instituto de Historia de Cuba, con la misión de elaborar una historia nacional actualizada, de la cual se han publicado tres de los cinco volúmenes previstos.  

Varios historiadores, activos desde años anteriores, realizaron una parte relevante de su labor durante este período. Entre ellos cabe mencionar a José Luciano Franco (1891-1988), biógrafo de varias figuras negras destacadas en la historia de Cuba, estudioso de rebeliones de esclavos y uno de los redactores de la Historia General de África, realizada por UNESCO. Fernando Portuondo (1903-1975) y Hortensia Pichardo (1904-2001), su esposa, estudiaron minuciosamente la vida de Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de la Patria, y publicaron importantes libros de textos y colecciones de documentos. Raúl Cepero Bonilla (1920-1962), en su libro “Azúcar y abolición”(1959), propugnó una crítica objetiva de la historiografía apologética del “patriciado” criollo anterior a la Guerra de los Diez Años. Manuel Moreno Fraginals (1920--2001) siguió en algunos aspectos de su obra El Ingenio (1964, 1978) la línea crítica inaugurada por Cepero, y mostró la plantación esclavista azucarera como una empresa capitalista. El destacado historiador y demógrafo Juan Pérez de la Riva (1913-1976) realizó un conjunto de trabajos, entre ellos los incluidos en El barracón y otros ensayos (1975), que constituían un meticuloso examen correlacionado de aspectos biográficos, demográficos, geográficos y económicos. Sergio Aguirre Carreras (1914-1993) continuó su tarea de sistematizar la exposición histórica en términos de corrientes y períodos.  El notable político y economista Carlos Rafael Rodríguez (1913-1997) escribió varias obras de carácter histórico, entre ellas resalta el pormenorizado análisis socioeconómico de los años 1959-1963 en su monografía Cuba en el tránsito al socialismo (1978)

Bajo la orientación del comandante Ernesto “Che” Guevara, se organizó un conjunto de institutos de investigación y desarrollo tecnológicos, adscritos al  Ministerio de Industrias, que él encabezaba. El comandante Guevara había explicado, en 1962, que la estrategia de desarrollo industrial que seguiría el país se centraría en cuatro direcciones: metalurgia, construcción naval, electrónica y sucroquímica (nombre bajo el cual incluyó también los derivados de la caña de azúcar). Se refirió, además, a la necesidad de desarrollar la explotación minera (incluida la petrolera) y la industria mecánica. Para apoyar esta estrategia, Guevara fundó entre 1962 y 1963 el Instituto Cubano de Investigaciones de Minería y Metalurgia (ICIMM posteriormente denominado “Centro”: CIPIMM), el Instituto Cubano de Derivados de la Caña de Azúcar (ICIDCA), el Instituto Cubano de Desarrollo de la Industria Química (ICIDIQ, más tarde Centro de Investigaciones Químicas, CIQ), y el Instituto Cubano de Desarrollo de la Maquinaria (ICDM).

Otras importantes instituciones de investigación tecnológica formadas en estos años por otros organismos fueron el Laboratorio Central de Telecomunicaciones (LACETEL), relacionado con la instalación en Cuba de un centro de comunicaciones vía satélite;  dos grupos de investigación que se convirtieron, años más tarde, en el Instituto de Matemática, Cibernética y Computación (IMACC) y en el Instituto de Investigación Técnica Fundamental (ININTEF),  respectivamente, fundidos luego en el actual Instituto de Cibernética, Matemática, y Física (ICIMAF). El ININTEF introdujo en Cuba varias tecnologías de punta (patrones de tiempo y frecuencia, holografía, ultrasónica, teledetección por satélite) e inició el desarrollo teórico y práctico del uso de la energía solar en gran escala en Cuba, que en 1984 se trasladó al Centro de Investigaciones de la Energía Solar, creado en Santiago de Cuba.

La inauguración, en 1964, de la Ciudad Universitaria “José Antonio Echeverría” (CUJAE), construida para albergar las distintas escuelas tecnológicas de la  Universidad de La Habana, contribuyó notablemente a impulsar la enseñanza tecnológica superior y al desarrollo de investigaciones. En 1976, se convirtió en el Instituto Superior Politécnico del mismo nombre (ISPJAE), y desde 2020 en la Universidad Tecnológica de La Habana.  En el ISPJAE se formaron laboratorios de investigaciones energéticas, informáticas e hidráulicas, entre otros.

En 1969 se fundó el Instituto de Física Nuclear (más tarde, Instituto de Investigaciones Nucleares, ININ) de la Academia de Ciencias. Con ello se iniciaron en Cuba las investigaciones en este campo. Más adelante, el ININ fue reubicado, reorganizado, y pasó a llamarse Centro de Estudios Aplicados al Desarrollo de la Energía Nuclear (CEADEN), relacionado con el programa electronuclear, que se pensaba desarrollar. Aparte del instituto, se crearon áreas de I+D (investigación y desarrollo) y una facultad para la preparación de ingenieros nucleares. En 1994 estas entidades se incorporaron al Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente.

Dos programas tecnológicos iniciados en estos años tuvieron una singular repercusión: el de mecanización cañera, en el Ministerio de Industrias, y el de fabricación de computadoras, iniciado en la Universidad de La Habana.

El programa de mecanización cañera se centraba en tres elementos: la utilización de cosechadoras (combinadas) para cortar la caña; de pequeñas grúas (alzadoras) para cargar la caña cortada en carretas y camiones; y de máquinas para limpiar adicionalmente la caña “alzada” (centros de acopio). El diseño y construcción de alzadoras y centros de acopio avanzó con mucha mayor velocidad que el de la creación de combinadas, que tropezó con numerosas dificultades técnicas, hasta que en 1970, aproximadamente, el grupo dirigido por el ingeniero cubano Roberto Henderson logró diseñar y construir una máquina muy efectiva para el corte de caña verde, la cual recibió el nombre de “Libertadora”. Posteriormente se diseñó una combinada cubano-soviética (los diferentes modelos denominados KTP) y se instaló una gran fábrica de estos equipos en la ciudad de Holguín. La cosecha cañera llegó en un determinado momento a estar mecanizada en alrededor de 70%.

El otro programa fue el de fabricación de computadoras electrónicas. En abril de 1970, un grupo de trabajo, bajo la dirección del ingeniero Orlando Ramos, construyó la primera minicomputadora cubana. Las computadoras fabricadas en Cuba recibieron la denominación de CID (por el Centro de Investigaciones Digitales, de la Universidad de La Habana, donde se diseñaron) y se produjeron —en sus diferentes modelos— en pequeñas series. El primer modelo fue el CID 201. Se llegó a producir 500 máquinas de los modelos CID 201B y CID 300/10, que se utilizaron en numerosas instituciones del país. Con este y otros pasos se inició el desarrollo de la industria electrónica, la cual fue derivando de manera gradual hacia la fabricación de aparatos novedosos de diagnóstico médico y de metrología, varios de los cuales han sido patentados internacionalmente.

También se creó por el Ministerio de Agricultura, la Academia de Ciencias y la Universidad de La Habana, un conjunto de nuevos institutos de investigación agrícola y pecuaria, como los institutos de la caña de azúcar (INICA), de cítricos, de sanidad vegetal, de ciencia animal (ICA), entre otros; mientras que el Ministerio de Salud Pública fundó, en 1966, ocho institutos de ciencias médicas (asociados a los hospitales especializados). Fueron estos: Endocrinología; Cardiología y Cirugía Cardiovascular; Neurología y Neurocirugía; Oncología y Radiobiología; Gastroenterología; Angiología; Hematología (en la actualidad, Hematología e Inmunología); y Nefrología (organizado en 1963). Estas entidades contribuyeron, de manera muy notable, a la elevación de los conocimientos del personal médico, a la introducción de nuevas técnicas y  procedimientos, así como al perfeccionamiento del sistema asistencial.
 
Como resultado del desarrollo de la atención médica a la población, en este período se logró la erradicación total, entre otras, de las enfermedades siguientes: poliomielitis (1962), tétanos neonatal (1972), difteria (1979), sarampión (1993), rubéola (1995) y parotiditis (1995). La atención prenatal (que incluye la consultoría para enfermedades genéticas) y la perinatal contribuyeron a que la tasa de mortalidad infantil (en el primer año de vida) haya llegado a ser, en el año 2004, de 5,8 por cada 1000 nacidos vivos, la proporción más baja en el continente americano (con la excepción de Canadá).

Con la finalidad de crear las condiciones para el desarrollo de investigaciones en diferentes áreas de la biología y la química, se dieron los pasos iniciales para la organización de un nuevo centro de investigación. Este propósito fue anunciado por Fidel Castro en un discurso el 13 de marzo de 1964. La institución fundada de acuerdo con esta iniciativa fue el Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CNIC), creado como entidad autónoma nacional por decreto presidencial del 1ro. de julio de 1965.

El CNIC se nutrió originalmente de un pequeño grupo de médicos con pocos años de graduados, que respondieron a la convocatoria para dedicarse a la investigación biomédica. También se nutrió el CNIC de químicos e ingenieros de diferentes especialidades. La finalidad principal del centro en sus primeros años era elevar la preparación en “ciencias básicas” (Matemática, Física, Química, Biología) de esos jóvenes graduados de medicina, e iniciarlos en las tareas investigativas. Al efecto se organizó una serie de cursos y prácticas, impartidos por profesores cubanos y de otros países. Después de recibir estos cursos, varios investigadores jóvenes obtuvieron becas de posgrado para estudios en países de Europa occidental y oriental.

En pocos años, y gracias —en parte— a una fuerte inversión en equipamiento, el CNIC se transformó en el “centro de excelencia” nacional para investigaciones químicas y biológicas experimentales. En el área biológica, especial importancia adquirieron los laboratorios de genética de microorganismos y de neurofisiología, de donde emergieron importantes colectivos y centros de investigación, ya en los años ochenta. Igualmente, de la división de salud animal (directora: Rosa E. Simeón), que desempeñó un papel destacado durante las epidemias de fiebre porcina africana de 1971 (bien documentada, incluso por sus propios autores, como un caso de guerra biológica contra Cuba) y 1980, emergió más tarde un centro independiente de gran envergadura, el Centro Nacional de Salud Animal.

La colaboración entre los laboratorios de bioquímica y de genética de microorganismos del CNIC dio lugar a la formación de la primera generación de genetistas moleculares cubanos. En lo que a la química se refiere, el CNIC desarrolló los procedimientos para la obtención de policosanol (conocido como PPG), un medicamento contra el colesterol, a partir de la cera de la caña, cuya producción se convirtió en una pequeña rama industrial del país. Además, desarrolló algunos trabajos de síntesis, aunque centró su labor en el análisis químico. Para ello introdujo en Cuba las técnicas de espectrometría de masa, de resonancia magnética nuclear, de absorción atómica, de ultracentrifugación, análisis automático y muchas más.

En relación con lo anterior, el CNIC creó talleres de reparación y fabricación, y comenzó a desarrollar la construcción de instrumentos de laboratorio. Algunos de estos instrumentos constituyeron verdaderas novedades y contribuyeron a disminuir notablemente el tiempo requerido para determinados análisis. También se pasó a producir algunos equipos de uso industrial y médico.  Esta dirección de trabajo del CENIC fue el punto de partida de la creación, ya en los años ochenta, de una institución especializada en el diseño y la producción de equipos de diagnóstico clínico, el Centro de Inmunoensayo.

Del 18 al 26 de septiembre de 1980 tuvo lugar el vuelo espacial conjunto Cuba-URSS, en el cual participó el primer cosmonauta cubano y latinoamericano Arnaldo Tamayo. Este vuelo fue precedido por la preparación, en algunos casos durante años, de una serie de experimentos, que se llevaron a cabo durante el mismo, propuestos por científicos cubanos. Buena parte de los equipos para los estudios médico-fisiológicos y químico-físicos fueron incluso fabricados en Cuba. Algunos de los experimentos diseñados por  investigadores cubanos fueron absolutas primicias internacionales, como la transmisión de imágenes holográficas del crecimiento de un cristal, desde el cosmos a la Tierra, realizada en un vuelo posterior (marzo de 1981).

En el propio año 1980, comenzaron a darse algunos pasos hacia la creación de importantes instituciones de investigación biomédica, auspiciadas directamente por el presidente Fidel Castro, e incluidas dentro de un consejo de coordinación denominado Frente Biológico (1981), una de cuyas primeras tareas tuvo que ver con la obtención de interferón (un grupo de proteínas que tienen propiedades antivirales). El interferón obtenido de leucocitos comenzó a producirse ya en 1981. En 1982 se creó el Centro de Investigaciones Biológicas, donde continuó este trabajo, y se inició el de obtención de interferón por ingeniería genética, a partir de la considerable experiencia acumulada por el Departamento de Genética de Microorganismos del CNIC. El 1º de julio de 1986 se inauguró el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología (CIGB), donde continuaron estos y muchos otros trabajos de investigación, con importantes resultados, como –a manera de ejemplo- una vacuna recombinante contra la hepatitis B, el factor de crecimiento epidérmico (EGF), obtenido también por vía recombinante, como la estreptoquinasa (obtenida así por primera vez en el mundo), y otros muchos compuestos. El CIGB significó la mayor inversión en investigación científica realizada nunca en Cuba, y combina tanto este aspecto, como el desarrollo experimental (hasta planta piloto), la producción misma de los fármacos e, incluso, su comercialización. Fue la primera institución científica en Cuba que combinó todas estas funciones.

En la misma región donde se halla el CIGB se fue formando, desde 1991, el Polo Científico del Oeste de La Habana, que incluye, entre otras instituciones, un nuevo Instituto Finlay, el Centro de Inmunología Molecular y el nuevo Instituto de Medicina Tropical. El Instituto Finlay se dedica, sobre todo, a la obtención y producción de vacunas, destacándose la obtenida contra la meningitis meningocócica B-C, que se ha aplicado con éxito en Cuba y en muchos otros países. El Centro de Inmunología Molecular, después de muchos años de investigaciones (su colectivo se formó originalmente en 1970, en el Instituto de Oncología y Radiobiología) ha logrado un conjunto de anticuerpos monoclonales muy eficientes en la lucha contra diferentes tipos de tumores malignos (algunos de sus productos se distribuyen incluso en los Estados Unidos, a pesar del bloqueo económico-comercial de ese país contra Cuba). El Instituto de Medicina Tropical “Pedro Kourí”, heredero del creado originalmente en 1937, se refundó en 1979 con los objetivos de proteger a la población cubana de las llamadas enfermedades tropicales, colaborar con los países del Tercer Mundo en la lucha contra esas enfermedades, y contribuir al desarrollo de las ciencias médicas en general, y en particular de la Microbiología, Parasitología, Epidemiología y Medicina Tropical.

Un resultado relevante de la investigación biomédica, que combinó los esfuerzos de varias instituciones de investigación biomédica de la ciudad de La Habana y de otras provincias del país y liderado por la Universidad de La Habana fue el diseño y elaboración (utilizando procedimientos químicos novedosos y extraordinariamente complejos), culminada en 2004, de una vacuna sintética de polisacáridos conjugados contra Haemophilus influenzae Tipo b, organismo causante de la muerte de unos 600 mil niños cada año en países del Tercer Mundo. Este resultado, publicado ese año en un número de la revista Science ha sido reconocido como una verdadera revolución en la producción de vacunas en el mundo.

Se ha promovido también la creación de instituciones científicas de investigación fuera de la ciudad de La Habana y sus inmediaciones. Existen varias instituciones de investigación agrícola y pecuaria en diferentes provincias, y –más recientemente-  polos científicos provinciales, que reúnen institutos de I+D, centros de enseñanza superior y empresas de producción y servicios en todas las provincias del país. En diferentes provincias (Villa Clara, Sancti Spíritus y Ciego de Ávila) se han creado centros biotecnológicos vinculados con los grandes centros de la capital, pero que responden también a intereses territoriales.

Aparte de los institutos de investigación, de investigación-desarrollo o de investigación-desarrollo-producción, se ha promovido la participación masiva de especialistas y trabajadores en el movimiento de innovación. Los foros de ciencia y técnica, que se realizan en los niveles de unidades, municipios, provincias, para culminar en un Foro Nacional, incorporan tanto a los miembros de la Asociación Nacional de Innovadores y Racionalizadotes (ANIR), como a los de las Brigadas Técnicas Juveniles (BTJ) y a los especialistas e investigadores de las entidades de ciencia y tecnología. Lo propio puede decirse de los miembros de las sociedades científicas que, sin pertenecer a ninguna de las categorías anteriores, participan de manera activa o muestran interés en los avances científicos y tecnológicos en el país y el resto del mundo. Los estudiantes de nivel universitario no incorporados a los conjuntos antes mencionados constituyen otro componente importante. Todas estas personas —y son cientos de miles—pueden y deben considerarse dentro de una comunidad mayor que la “comunidad científica” propiamente dicha. Esta comunidad mayor resulta un factor de enorme importancia en la difusión y aplicación de la ciencia y la tecnología dentro de la población del país, así como en la generación de nuevos conocimientos y nuevas soluciones.

 

(*) Este resumen ha sido adaptado con ligeras adiciones, tomando como base la obra de Pedro M. Pruna Goodgall y colaboradores, Historia de la Ciencia y la Tecnología en Cuba, del Museo Nacional de Historia de la Ciencia "Carlos J. Finlay", adscrito a la Academia de Ciencias de Cuba.